domingo, 5 de julio de 2009

El Dolor

El propio aire es el tormento y la delicia aglutinantes en toda creación artística, y por ende permeada por el dolor. Muestra el interminable cuerpo que construye y reconstruye la vida ante el soborno de la muerte. El espíritu aflora a la superficie del cuerpo, el ojo es testigo. El sino se estremece ante el labio vano, la mano muda, el abombado vientre, la respiración, el corazón y la risa.
No hay conocimiento de morir a la vida sin una vi
da presta a ser engullida por el infinito desorden de las cosas y el olvido.
La falta de padecimiento soporta la muerte como una mueca inasible, en el robusto ensueño de la inmortalidad. El que padece es el único portador de la muerte y el dolor.
El dolor es el gran extraviado, acaso debido a la amnesia
metafísica o a una negligencia humana, hórrido devenir de la sangre torcida.
¿Qué es aliviar el mal del sin sentido? Si no someterse a las razones de la locura.
El llanto, el duelo, el orgasmo y la ebriedad definen nuestro principio a desacostumbrarnos a la inercia. Ella es una prolongación indiferente, gris. Sin tragedias ni subsuelos, rosario de horas, días, desprovista de las cacofonías insólitas.

El terror al sinsentido es la maldición que atropella al hombre-mujer. Y no tanto el dolor.
El dolor se pregunta siempre por las causas, siendo más sensible que el placer. Mientras el placer se estanca en su miseria verbal sin traslado a un retorno, despreocupado sin escrutar su razón de ser. Encofrado en su paraíso iridiscente, libre por siempre de escozor, del escalpelo en alboroto de la memoria resentida.
El dolor avanza desde muy lejos, nos llama, nos lleva más allá de si mismos, nos eterniza en un dibujo marfileño, trastoca la visión oscilante entre el imaginario-real contra lo posible-ideal.
El dolor nos empuja desde dentro a superar su fijación. Por ser viviente accede a lo ecuménico.

Gracias al dolor no perecemos no por falta ni por exceso de sensibilidad, ni morimos de pereza, ni de lujuria, gracias al dolor el firmamento desborda vórtices flamígeros creando el aguijón que nos salva de la euforia letal.
El cambio carece de límites, y si reflexionamos sobre la relación entre cambio, inercia y dolor la tendencia a perseverar en el estado presente proporciona bienestar, mientras que todo cambio resulta molesto, puede provocar dolor.
Escrutando en nuestro cuerpo-mente la experiencia del dolor provoca una pérdida del mundo, independiza nuestro interior ante al capacidad de contacto visual con el exterior. Íntima conexión con estados de extrañamiento, impotencia o desintegración.










El dolor es lo indefinible, no presta voz ni rubor al mal que lo escenifica en un claro-oscuro de celofán y caretas de cera, ni siquiera se lo puede adjetivar, ni deshojar en una manopla de verdín y perfume.
El dolor sacude nuestra mismidad, deslava nuestro cuerpo en un sin reposo, quiebra el habla, y el pensamiento, el humo de nuestras entrañas. A manera de moho perdurable, vulnerable, pegajoso, el dolor adquiere el aspecto familiar de un perfil póstumo, nos muestra nuestra irremediable desaparición y por lo tanto nos aleja del mundo.
El dolor no es una entelequia embozada en la clarividencia de la mansedumbre inconsolable. Es una verdad permanente entre todas las vidas posibles. Hace vomitar dando vueltas en la cama. Reúne la propia expresión de la perfecta armonía entre el silencio y lo intenso. No es una llamada de atención a sabiendas que repugna, es la revelación de un mundo. Mundo encarnizado en la pasión creadora, para hacer del éxtasis y el frenesí, de la angustia y la desesperación, obras de arte.

El artista muestra el horror del vacío, la vida fragmentada, la sagrada geometría de la mezcolanza amable de las formas y los gestos condenados a las llamas de la exaltación. Perturbado trazo que eleva al hombre-mujer a la extirpe monstruosa de los descarriados. Conoce sus afectos y efectos, y por esas mismas razones impide una influencia invasora, una acción colonizadora del campo estético, pues con los restos desbocados de libertad interior puede trasvolar insospechados caminos creativos.
El artista mira en lo desconocido, imagina lo oculto para vislumbrar lo temible soportable, muestra el asco, lo palpa. Fascinado por la nada apronta su desesperación. La promesa de una presencia que jamás abra de cumplirse. La innombrable idea de la nada. Perplejidad de un ego descorporizado. Bajo este repujado de sensibilidades penetra en el caos reptante de silencio y oscuridad donde surgen nuevos ojos, voces.


Toda gran obra habla por si misma, la conquista sin fin de lo recóndito en que la razón carece de respuestas. Escenifica los traumas cual espejo de muerte por cuyos intersticios se muestra lo escindido, lo novedoso, lo que nunca fue experiencia.
El creador se retuerce entre el dolor y el placer, e intenta inventar una tierra de promisión que exprese lo más inaccesible del ser. No hay pactos, ni placebos que alaben las exigencias sociales. Sí, un secreto, un enigma no verbalizable, vigilado por lo siniestro, celoso guardián de las sombras, evidencia perenne de la presencia de la divinidad.
El creador tiene como función cuestionar el orden establecido, proponer llamadas a la revuelta, al desorden, a la reflexión, a sentir, aunque toda creación molesta. Son los acróbatas excluidos y arcanos.Consigo llevan el trasiego de insomnes fracasos sin pretensión de olvidar, ni ocultar. La pasión de ver les ha quemado los ojos, atiborrado el oído por la voz que aúlla y susurra, van del sollozo a la risotada. Tienen la sangre oscurecida por los rostros de los dioses muertos. La vida atravesada por la tentación de crear, se muestra como una obsesa frenética alucinada por un alma alerta. Los creadores van del vértigo improbable del buen dormir al vómito del inexcusable condición humana. Los artistas asumen el vicio de negarse a la complicidad del acuerdo febril, sopor de esta cultura atiborrada por espejismos en serie. La obra es exilio, sumergida en el proceloso mar del los minúsculos fatalismos de la descomposición.


Indiana Castillo Constant.

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